Por: Pablo Cicero
MÉRIDA, 17 de febrero de 2020.- No somos dignos de mencionar su nombre, y, en cambio, rasgándonos las vestiduras, ahora recogemos su ropa, hecha jirones, salpicada de sangre, y la ondeamos como bandera; los indignos hacemos competencia de mostrar quién está más indignado.
De vez en cuando, cada vez más seguido en este país, nos miramos al espejo y, en él, se asoma un monstruo. En esta ocasión, ese monstruo rompió la celda del espejo y se alimentó de las entrañas de una niña de siete años.
En lugar de darle caza a ese mal, que se ha vuelto a refugiar en la soledad de nuestro reflejo, nos erigimos en tristes tribunales y lanzamos juicios sumarísimos como rocas, contra todo, contra todos, comenzando por el incapaz que desde palacio suplica para que no pintemos paredes ni puertas con el grafiti del odio de los que ya nada esperan.
Otro, comandante de un ejército de fantasmas, huele la sangre y la debilidad y se lanza a la yugular de su adversario, usando los colmillos de la tragedia. Nosotros no somos dignos, siquiera, de mencionar su nombre. Ellos, menos.
Es tan grande el horror como pequeña era la niña que lo sufrió que un culpable no basta. Y en esa loca lógica, se erigen piras para la madre, que se atrasó veinte minutos; para los maestros y los directivos de la escuela, que la dejaron a la intemperie de la irracionalidad; para las autoridades de esos círculos del infierno…
Podrá arder todo, podrá reducirse todo hasta las cenizas, pero el monstruo ahí seguirá; este merodea y asesina porque nosotros lo dejamos; las sombras en las que se mueve son nuestras casas, nuestro país, donde, desde hace tiempo, se han apagado todas las luces. Y es en esa oscuridad en la que los arrebatos de falsa rabia se extinguen.
El monstruo no sólo se alimenta de órganos: también de las incapacidades de nuestros gobernantes, de la mezquindad de sus opositores y de nuestra crónica ceguera.